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30 años del duo Coplanacu

De una mano a la otra, como en una misteriosa cadena que no había empezado esa noche, sino muchas noches y acaso generaciones atrás, la guitarra cambiaba de mesa, de regazo y de arrullo. Buscaba, como en cada ronda, el tibio candil de una voz que entibiara su alma cantora, toda una parte del alma de los pueblos

Era una postal sencilla y cotidiana de una reunión de peña entre aquellas que, en algún lugar de Córdoba, sostenían la resistencia del canto popular bajo el aire espeso de finales de la década de 1970 y comienzos de 1980.

Ganá entradas para la peña del viernes 8, en el Comedor Universitario

“Queríamos que la guitarra le llegara a Julio; decíamos que tenía jilgueros en la voz”. Rody Trabalón era el dueño de El Carrillón, la peña en cuestión que funcionó hasta 1986 en avenida Colón 1177, y en cuya sedienta penumbra se consumó la gestación, hace 30 años, del dúo Coplanacu.

Sí, un 5 de mayo, pero de 1985, Julio Paz y Roberto Cantos subieron por primera vez juntos a un escenario, aunque entonces el nombre no era otro que sus dos nombres juntos.

Julio era un joven de melena lacia que se le derramaba sobre los hombros y barba espesa, igual que ahora, sólo que tantas lunas han dejado su huella blanca. Venía de Santiago, pensando en buscar una ocupación al cabo de un tiempo de hacer tareas rurales, aunque nada le salía mejor que cantar. Quizás era cierto lo de los jilgueros: “Cuando empecé a cantar, lo hice como un pajarito. Me gustaba cantar y nada más. Copiaba a otro pajarito que era mi madre”.

“Hasta que una noche lo vi charlar en un rincón muy intensamente con otro muchacho que iba a la peña –sigue Rody Trabalón–. Después me entero de que se llamaba Roberto y que también cantaba”.

Roberto también tenía barba, pelo largo aunque no tanto, y había venido de Santiago del Estero con el bolso cargado de los sonidos de su paisaje y de su gente, del seno de una familia empapada de música (Jacinto Piedra era cuñado cuyo). Su plan original era recibirse de médico, y en eso estaba, estudiando a conciencia y con buenas notas; tanto, que al final de ese año fundacional también recibiría su título. Pero apenas si alcanzó a atender a un puñado de enfermos; se fue con su destino de cantor.

“Una noche me atrajo una zamba muy especial, que no conocía. Me arrimé a la mesa de donde venía, y ahí lo vi por primera vez a Roberto: estaba doblado sobre la guitarra cantando Grito santiagueño; Raúl Carnota todavía no la había grabado”. Palabra de Julio.

Son las cinco de la tarde y la reunión es un café–panadería frente a la sede central de la Policía. Cobijados en las tibiezas del recuerdo, el rastro de aquel otoño se vuelve lejano si las miradas los buscan en el paisaje de la avenida Colón. Por eso, mejor mirarse a los ojos, donde siempre la vida está en presente: sólo un ligero destello húmedo revela que es ayer lo que están viendo.

La evocación intenta respirar la inspiración de aquellos días, impregnados de intensidad y necesidad creativa. “Ellos nacieron al amparo de grandes músicos y poetas: el Cuchí Leguizamón, Jaime Dávalos, el Dúo Salteño, Armando Tejada Gómez, Ariel Petrocelli, artistas populares de esa dimensión”, recuerda Rody, uno de los gestores de aquellas visitas ilustres.

El lugar del encuentro no sólo tiene sentido por aquella primera actuación. “Yo vivía en un departamento a un par de cuadras de aquí. Una noche pasé por El Carrillón, y Julio estaba en la puerta. Lo invité a que a la tarde siguiente nos juntáramos a cantar y a tomar unos mates. En esos días era así, bien simple, uno se juntaba a cantar”, cuenta Roberto.

¿Y cómo resultó la juntada? “Cantamos y nos reímos mucho. No sólo nos entendimos cantando, sino que nos divertimos. Desde ese día nos hemos divertido. El humor siempre nos ha salvado”, dice Julio.

Largas chacareras
Pero volvamos a la noche de la fundación. “Cuando me dijeron que sólo tenían ocho temas preparados, los quería matar: a todos les pedía al menos el doble. Pero ellos eran así: no iban a cantar nada que no hubieran trabajado lo suficiente. Así, con esa firmeza se paraban frente a las cosas. Tozudos como estos dos no he conocido: nada de transar ni con el puerto ni con Cosquín”, recuerda Rody.

–(Julio) Ya no sabíamos qué hacer, qué más decir, para estirar. A las zambas las cantábamos del derecho y del revés.

–(Roberto) Las chacareras tenían segunda ¡y tercera!

Todos ríen con la ocurrencia de Roberto.

–¿Recuerdan cuáles eran aquellos temas?

–(Roberto) Y… algunos: La oncena, Salavina, Santiago chango moreno, María Pueblo… La llamadora… ah, esa todavía no la hacíamos (uno de los hitos de los comienzos, como Romance para mis tardes amarillas).

–(Julio) Y las que cantamos aquella vez, las seguimos cantando de la misma manera. Quiere decir que no evolucionamos nada.

Entre las presencias de esa noche, Julio apunta a su madre y familiares. Roberto, a sus compañeros de facultad: “En esos días hicimos unas 10 fotocopias y las pegamos en el Hospital de Clínicas”. “Las puso ahí para ‘fanfear’–replica Julio–; pero para que surtieran efecto, pasábamos y las mirábamos nosotros”.

La cuestión es que hubo muchos testigos, y entre ellos, numerosos santiagueños. “Unos tres meses después, en el Estadio del Centro fueron como 800 personas, casi todos santiagueños. Me quedé con la boca abierta”, recuerda Rody y, para ilustrar, abre la boca.

Los Coplanacu (reunión de la palabra copla con el sufijo quichua nacu, que da la idea de encuentro) ya habían empezado su fecundo camino. “Tuvimos algunos momentos que nos apuntalaron, como cuando fuimos teloneros de José Larralde, en Feriar, donde hubo unas tres mil personas. Después participamos de acontecimientos memorables, como la Alternativa Musical Argentina y El Chacarerazo”.

Consagración

Cantaron en casi todos los rincones argentinos y aun mucho más allá de las fronteras. Siempre aferrados a una manera de sentir el folklore pura y sencilla, pero a la vez con una sensibilidad enriquecida y alada.

La reunión de sus voces tienen acentos y colores que llenan de sabor el paisaje de las canciones. Julio lleva la primera voz y toca el bombo de una manera singular, con pocos golpes pero usados con contundencia. Roberto impulsa su guitarra con gran fuerza rítmica y es el compositor que le ha agregado a un repertorio lleno de perlas auténticas del cancionero argentino, algunos de los hitos del dúo, como Peregrinos y Mientras bailas.

En su largo andar, llevaron el mismo paso firme. “Alguna vez, en los ‘90, cuando se puso de moda aquello del ‘folklore joven’, alguien nos propuso sumarnos con algunos toques en el repertorio e incluso en la vestimenta. Frente a estas cosas ni hace falta que lo hablemos entre nosotros: habla uno y habla por los dos. Tampoco nos desesperamos por tener la bendición de Cosquín. Una vez, caminando por sus calles, una familia se acercó y nos dijo que nos escuchaban todos los domingos al mediodía, cuando se reunían. Eso era la verdadera consagración (la del festival, llegó en 2000)”.

“Nosotros hacemos música santiagueña, en su mayoría. Somos eso: nuestra identidad, nuestra infancia. Mientras tanto, Córdoba nos ha dado todo. Acá vivimos, acá hicimos nuestras carreras y acá están nuestros hijos. Una cosa es el origen y otra, adonde perteneces”, dicen sobre esa doble patria chica que portan.

Coplanacu es una de esas pequeñas hazañas de la música popular argentina. Y ya se sabe: sobre los fundamentos que sostienen la larga vida del dúo, si habla uno hablan los dos.

Peña y disco nuevo
El dúo Coplanacu tendrá su festejo especial el viernes a las 22, en el Comedor Universitario. Compartirán el escenario Emiliano Zerbini, Los Duarte, Palo y Mano, entre otros. El dúo estrenará una formación ampliada, en su búsqueda de una nueva sonoridad Julio Gutiérrez (violín); Omar Peralta (bandoneón); Mariano Paz (percusión); Emilio Pasquini (bajo), y Alejandro Rivero (guitarra).

Mientras, también será presentado su onceavo disco, Mayu maman (padre del río). Saldrá a la venta en los próximos días y el dúo comenzará a presentarlo en todo el país.

El viernes abren la celebración con uno de los juegos que mejor juegan y que más les gusta: una peña en el Comedor Universitario. Su mística peñera es difícil de igualar; durante muchos años su propuesta fue un mojón en Cosquín, casi un festival alternativo, por el respeto a los músicos y a la creatividad. No podrían dar una explicación concreta de cómo es que sucede, pero a partir de esos encuentros se alimenta una relación muy intensa con los jóvenes, que ensancha el abanico generacional.

“Hemos tenido la fortuna de permanecer abiertos. Si uno se la cree, no aprende ni disfruta más nada. Tenemos un vínculo muy cierto con la gente, un rol social que cumplir, y eso nos hace felices”.

 

Fuente: La Voz del Interior


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